A principios de esta década en América Latina se comenzó a hablar del “dividendo” o “bono de género”, para referirse a una oportunidad que podían aprovechar los países de la región para generar crecimiento económico, reducción de la pobreza y de la desigualdad imperantes.
La idea proviene de lo que muestran los datos acerca de la participación laboral de hombres y mujeres. Miremos lo que sucede en la Argentina para poner un ejemplo. De cada 100 hombre, 54 son “activos”, esto es están ocupados o buscando trabajo. De cada 100 mujeres, sólo 39 se encuentran en esta condición. Es decir, la diferencia entre géneros asciende a 15 puntos porcentuales.
Así, el dividendo o bono de género se refiere al conjunto de mujeres que están fuera del mercado de trabajo y que conforman un reservorio de fuerza de trabajo; personas (mujeres) que, de incorporarse al mercado laboral contribuirían a un aumento del producto. Además, como la mayoría de las mujeres que están fuera del mercado pertenecen a los sectores de menores ingresos, su activación provocaría una mayor igualdad de los ingresos.
Esta oportunidad que implica el bono de género es una idea poderosa y atractiva. Cerrar la brecha de participación entre hombres y mujeres, estos 15 puntos porcentuales en Argentina, implicaría contrarrestar los efectos del envejecimiento demográfico que está teniendo lugar en todos los países de la región, además de generar importantes beneficios económicos no sólo para las mujeres, sino para los hombres y los niños que conforman los hogares en los que ellas residen.
La Organización Internacional del Trabajo calculó que el cierre de la brecha provocaría un aumento del 5,3% del empleo mundial y que esto se produciría principalmente en los denominados “países emergentes” dado que es en estos países donde se registran las mayores brechas de género en la participación económica. Además, este resultado podría reportar importantes beneficios económicos y un incremento de 3,9 puntos porcentuales del PIB mundial para la proyección hacia el año 2025.
Las explicaciones
Entonces, la pregunta obligada es por qué existe esa diferencia entre la participación laboral de hombres y mujeres. Responder a esta pregunta conduce a imaginar qué políticas públicas podrían implementarse para cerrar la disparidad.
Las razones principales tienen que ver con la situación familiar de las mujeres y con la posición que la sociedad les ha dado desde mucho antes de que ellas mismas puedan determinarla. La capacidad de las mujeres de mantener la gestación del feto, dar a luz y, en la mayoría de los casos, alimentar al recién nacido, es una diferencia biológica respecto a los hombres, que impacta claramente en la división de tareas de cuidado entre géneros. Las mujeres son las que llevan la delantera en las obligaciones del hogar, al menos en los primeros años de vida de niñas y niños.
La fecundidad se presenta entonces como un factor clave para explicar la menor participación femenina en actividades remuneradas. Cuanto más hijas e hijos tienen las mujeres, mayor es la demanda de tiempo para el cuidado y, por lo tanto, menor el tiempo disponible para dedicarlo a actividades generadoras de ingresos. Por esa carga familiar las mujeres eligen puestos laborales flexibles que le permiten combinar las actividades de reproducción (principalmente cuidado) con las productivas. Es frecuente entre las mujeres (al menos comparadas con los hombres) el empleo a tiempo parcial. La intermitencia en la participación (entradas y salidas frecuentes y que coinciden con el calendario de la fecundidad, termina siendo clave para entender por qué algunas veces están y otras veces no.
Sumado a esta situación, el envejecimiento de la población impone nuevos desafíos a las mujeres: ante las escasas posibilidades y desarrollo de servicios de cuidado, son ellas las que terminan haciéndose cargo del cuidado de las personas mayores, socavando sus posibilidades de participación en el mercado de trabajo aun en aquellos casos en los que las hijas y los hijos dejan de pesar en sus decisiones laborales.
Las tareas domésticas asociadas a las de cuidado terminan siendo importantes condicionantes de la participación femenina. Las mujeres se hacen cargo de quehaceres tales como lavar, planchar, cocinar y hacer las compras, actividades todas intensivas en tiempo, a pesar del cambio tecnológico que se ha incorporado a los hogares: hornos microondas, heladeras con freezer, etcétera. Según cálculos de la investigadora de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), Manuela Tomei, por la renuencia al cambio en los patrones de división sexual del trabajo dentro de la familia, serán necesarios más de doscientos años para alcanzar en el mundo la igualdad de género en el tiempo dedicado al trabajo de cuidado. Los países de América Latina son los que muestran las brechas más altas en este aspecto.